La epidemia deseada

Seudónimo: Puravida

Todo comenzó en forma imprevista. Nadie estaba afiliado a ninguna mutualista, porque no existía ninguna Mutualista en el pueblo y hasta carecíamos de carné de Salud Publica, lo que realmente no
era muy importante, porque tampoco teníamos hospital.
Para peor de males, el medico que atendía los fines de semana era un galeno viejo y cansado, que se
limitaba a escuchar a sus pacientes enfermos y como única respuesta a las enfermedades, ofrecía unas
pocas palabras de aliento: “paciencia…hay que tener paciencia…,ya va a pasar…ya va a pasar”.
Sin embargo en la mayoría de los casos los males no pasaban solos, tampoco sus pacientes iban solos
cuando al poco tiempo rumbo a los ´pinos de bonilla`, ultima morada destinada a los ´pacientes´…
pacientes.
La cosa no era mucho mejor de lunes a viernes, cuando llegaban los médicos jóvenes a sustituir al viejo
galeno. En realidad el pueblo estaba enfermo de pobreza, y eso para quien quiere progresar rápidamente
es un impedimento mayúsculo que atenta contra sus sagrados derechos individuales. Por lo tanto el
pueblo no ofrecía un ámbito motivador para alentar la vocación sanadora de los discípulos de Hipócrates.
Por su parte los curanderos hacían lo que podían, porque en definitiva, por una docena de huevos o una
gallina flaca, nadie esta dispuesto a hacer grandes milagros que asombren las multitudes; por lo tanto las
palabras del viejo galeno de los fines de semana, eran las compañeras insustituibles de cualquier
enfermo del pueblo: paciencia … hay que tener paciencia…, ya va a pasar… ya va a pasar´.
Pero fue precisamente un sábado por la noche cuando comenzó lo que seria la más grande epidemia que
conoce este pueblo desde su fundación a la fecha, y estoy hablando de más de ciento cincuenta años de
existencia, donde se llegaron a conocer todos los males descriptos en el Apocalipsis, además de tos
felina, mal de ojo, falso cruz y culebrilla a punto de juntarse la cola con la cabeza, uno de los males más
temidos en el pueblo.
Pero lo de ahora era diferente, muy diferente.
Cuando aquel sábado pasadas las diez de la noche, el viejo galeno llego a la casa de Aníbal el carpintero,
seguramente no esperaba encontrase con el primer caso de la epidemia que se inauguraba precisamente
esa noche. Allí en la cama marinera el hijo de Aníbal el carpintero, estaba sentado sobre la almohada,
con los brazos cruzados, repitiendo constantemente un nombre: ´Rolando Tabarez… Rolando Tabarez…
Rolando Tabarez…´ Durante las últimas cinco horas no había hecho otra cosa que repetir ese nombre. El
viejo galeno, que en un principio había esbozado una sonrisa incrédula ante lo que parecía una pesada
broma del hijo de Aníbal el carpintero, ahora miraba fijo la boca de aquel muchacho donde brotaba sin
cesar, en tono bajo pero muy firme: ´Rolando Tabarez… Rolando Tabarez… Rolando Tabarez…´.
La presunción de que el hijo de Aníbal el carpintero había enloquecido, se disipo al amanecer del
domingo, cuando se supo que seis nuevos casos, que tenían exactamente los mismos síntomas y todos
repetían con tono bajo, pero muy firme: ´Rolando Tabarez… Rolando Tabarez… Rolando Tabarez…´.
Sin duda algo estaba ocurriendo en el pueblo. Se notaba en las calles, en la peluquería, en la casa de la
costurera y hasta en la propia morada del señor Dios, donde el cura caminaba con aire nervioso que
hacia estremecer la sotana, dejando una fría estela de incertidumbre a su paso, no muy propicia a un hijo
de la divina providencia.
El amanecer del lunes recibió la llegada de los médicos jóvenes y la ida del viejo galeno que sin grandes
tecnicismos les hizo saber ´que la mano venia torcida..´.
Lo ´torcida de la mano´ no se hizo esperar. Cerca del medio día de ese lunes, catorce nuevos casos se
sumaban a los siete anteriores. Las causas aun no se conocían, los síntomas eran idénticos, salvo que
cuatro de los últimos casos repetían otro nombre: ´Maria Margot Umpierres´. Con el mismo tono suave de
los otros casos, pero con la misma firmeza repetían: ´Maria Margot Umpierres… Maria Margot
Umpierres… Maria Margot Umpierres…´.La noche de ese mismo lunes, aumento a setenta los casos que
padecían el supuesto ´mal de nombres´. Los médicos jóvenes deambulaban de casa en casa más bien
por curiosidad, sin atinar a dar la más mínima solución a la epidemia que amenazaba a romper
definitivamente el silencio y la paz de aquel pueblito perdido. El pasar de las horas fue ahondando la
extraña epidemia. Ya no había donde cobijarse del mal. Los enfermos se fueron sumando minuto a
minuto. Los síntomas eran los mismos, todos repetían nombres en forma permanente. Desde la escuelita
del pueblo se solicito la presencia urgente de algún medico. Al llegar el profesional se encontró con toda
la escuela incluida la maestra repetía en voz baja, pero también muy firme:´Silvia Mabel Fregueiro… Silvia

Mabel Fregueiro… Silvia Mabel Fregueiro…´.Parecía un coro años de dedicación al ensayo, sin embargo
era un grupo de niños y su maestra, que absortos, sin mirarse, trémulos, pero con voz muy firme repetían:
:´Silvia Mabel Fregueiro… Silvia Mabel Fregueiro… Silvia Mabel Fregueiro…´.
Al transcurrir de la semana casi no quedaba nadie en el pueblo sin haberse contagiado. Se dice que los
últimos que quedaban sanos era el cura, los médicos jóvenes venidos de la capital y un centenar de
hombres, mujeres y niños que vivían más alejados del grueso del poblado. También ellos miraban fijo a lo
lejos y repetían en voz baja, pero también firme, otro nombre: ´Ana Paula Graña… Ana Paula Graña…
Ana Paula Graña…´. Las voces repitiendo el mismo nombre a destiempo llenaban el espacio, Ana Paula
Graña, era la última manifestación de este extraño mal que había atacado en menos de una semana a
todos los habitantes de este pueblo. Ahora estos cuatro nombres desconocidos: Rolando Tabarez, Maria
Margot Umpierres, Silvia Mabel Fregueiro, Ana Paula Graña, se habían apoderado de las voces de la
gente. Día y noche, sin prisa, sin pausa, el pueblo se convirtió en palabras calmas, pero firmes, que solo
repiten y repiten. Cuando al medio día del domingo el viejo galeno volvió al pueblo a reemplazar a sus
jóvenes colegas nadie lo recibió, solo la presencia de miles voces que como gigantescas sombras
llegaban con sus ecos todos los espacios vacíos que el pueblo tenía, parecían ser la misteriosa respuesta
de lo que allí estaba pasando.
La repetición constante de nombres lanzados al viento parecían dar forma a las palabras. Rolando
Tabarez; Maria Margot Umpierres; Silvia Mabel Fregueiro; Ana Paula Graña eran sonidos que viajaban
por el espacio enviados por bocas incansable que repetían, que martillaban, que golpeaban, que
destrozaban el viejo silencio, tan natural de este pueblo. Abrumado el viejo medico se dirigió a la pequeña
pieza que hacia las veces de ´consultorio´, allí lo esperaba su antiguo escritorio de roble, sus libros, en los
que había aprendido a curar casi todos los males del cuerpo, un montón de frascos vacíos, los modestos
cuadros en la pared con dibujitos hechos por niños, a los cuales alguna vez había aliviado de algún mal
pasajero, su diploma universitario que le fue entregado un día de verano de 1951 y la foto de su hija Laura
sonriendo cuando cumplió 15 años, precisamente dos meses antes de desaparecer para siempre. El
hombre miro profundamente cada cosa, como queriendo rescatar un hálito de su vida de cada objeto,
tomo entre sus manos el cuadro con la foto de su hija Laura y del escritorio tomo un pequeño cartón en el
que había pensamientos de Gandhi. Pesadamente busco la calle que seguía llena de voces que
pronunciaban nombres que ya no estaban. Se sentó en la vereda, apretó junto a su pecho la foto con la
ultima saonrisa de su hija Laura, soltó al viento el cartón con el pensamiento de Gandhi y con tono suave,
pero también muy firme comenzó a repetir los nombres que aquel pueblo se negaba a olvidar. Quizás
íntimamente pensó que si aquello era una epidemia era una epidemia deseada, que valoraba el antiguo
precepto de amarse los unos a los otros.
Nada se movía en las calles de aquel pueblo, solo las voces habían copado el espacio y cubrían de ruedo
cada rincón de sus calles y sus casas. El viento arrastró un pequeño cartón con un pensamiento de
Gandhi que el viejo galeno había dejado caer: ´Es la acción, y no el fruto de la acción, lo que realmente
importa. Debes hacer lo correcto. Puede que no este en tu mano, puede que no sea el momento, que no
tenga fruto. Pero eso no implica que dejes de hacer lo correcto. Quizá no llegues a saber nunca qué
consecuencias resultan de tu acción. Pero, si no haces nada, no habrá consecuencias…´.