Pescador

Seudónimo TACUABÉ

Una redonda luna se levanta del estero alumbrando la laguna y locos fuegos fatuos encienden el paisaje.
Allá, con rumbo a las nacientes del sol y de los patos, los juncos, ya bien negros, abanican el viento.
En un temblor del monte el aire todo vive, y en un temor de fugas los horizontes vienen a calentar sus manos, al límite del ojo parpadeante del fuego. El pesquero elegido, limpio y bien provisto de leña, es amplio y bien abrigado. Una barranca vieja abrió sus brazos y encerró una lengua de laguna, al abrigo del viento.
Con la luz del fogón y la curiosidad de la luna, me basta para encarnar mis anzuelos.

Luego de tendidos, los aparejos tensos en su justa medida, son como un abanico blanco sobre el temblor del agua.
El frío, en vahos blancos, da vuelo a la laguna, que entre sus labios negros, exhala alientos grises con rumbo a las estrellas. Los camalotes, hamacando el sueño de los patos salvajes, son cobijo de ranas y sinuosas e invisibles culebras.
Ha comenzado el pique, la noche pinta linda. Una línea pesada, de las de tararira, comienza un pulso largo, de me voy, o me quedo.

En amagues de escape, tironea y afloja, como buscando un error por mi impaciencia. Se engancha sola al fin, en arranque violento, y entre remolinos y saltos de agua y espuma, termina casi encima del fogón.
Luego de ser rápidamente sacrificada, va a parar a una sarta de alambre, ya pronta y colgada de la rama de un canelón grande y viejo, que extiende sus ramas a un lado, casi sobre el agua.

Una ollita de tres patas, panzona y negra, ya comienza a hervir con la cena, y el agua para el mate borbotea también en la calderita de lata. Es hora ya del mate amargo.
La noche se desliza tiempo adentro, entre alarmas locas de los cencerros de lata, enganchado en cada estaca, de las líneas.

Bagres y tarariras van haciendo pesada la sarta de alambre.
Terminada ya la cena tras el mate, llega la calma de la madrugada joven.
Mi fuego se ha cansado y con cenizas blancas amortaja su hastío.
Ya me uno al paisaje.

Pero antes de entregarme a la tierra caliente, alimento las brazas, con hambre de hojas secas. La noche, ya amansada, se asusta y retrocede como una bestia arisca, se aleja a dormir lejos, huyendo de la luz…
Mi cuerpo, de animal cansado de caminar el monte, rayado en cien espinas, con aromas agrestes de las sabias holladas, se rinde al fin al sueño, junto al pulso temblón del fogón.
Cuando vuelvo, un sol niño y tímido anuncia que ya viene, contagiando rubores a las nubes aun con sueño.

Un soplo frío que lanza la laguna me muerde en rachas blancas, luchando con la luz. Me apuro hasta mi fuego que parece dormido, en las cenizas.
Debajo de ellas, hay ojos rojos, vivos, con ansias nuevas de vuelo en humo y chispas. Alimento sus ganas con la prisa de mi hambre, arrimando ramas y hojas secas.
Ahora, ya con la luz, el mundo se hizo y todo se despierta.
Mientras caliento el agua para el primer amargo, comienzo la tarea de limpiar y abrir la pesca de la noche. Fué fructífera, cinco hermosos bagres, amarillos y gordos, junto a siete grandes tarariras, son el resultado.

En la otra orilla, elásticas palmeras lanzan al aire bullangueras notas de verdes cotorras, y al lado, en una rama alta, una paloma llama en arrullos profundos, al amor, que primavera trae.

Vino ya la mañana crecida en pájaros y luces. Por el camino, lejos, pasa un hombre a caballo, no sabe de mis tiempos, de agua, anzuelos y esperas.
Pasa el mundo a mi lado.

La luna, ya sin sangre, se va en caída lenta. El viento, aun en brisa, hace bailar a las sombras cambiadas de lugar. El río, con chispas de mojarras que avivan sus temblores, me llama a su orilla, con sus voces calladas, que arrastran a mi instinto, cuando ya las pavas de monte se prenden al rito loco de la algarabía.
Limpio el puerto de las viseras y escamas restantes de la pesca y las llevo aguas abajo, donde él cause del río es prisa y no laguna.

Si las dejara en el agua o en la orilla del pesquero, serian llamadores de cangrejos y tortugas, rivales burlones de los pescadores, pues se roban las carnadas sin que uno muchas veces se dé cuenta.

Una rama de Mataojo me sirve como escoba y barro el campamento, donde queda solo el lunar negro del fogón.
El resto de la leña, en apretado montón, lo engancho en las ramas altas de un Pitanguero, lejos del agua. Si viene una creciente, siempre habrá reserva seca.
En el médano, casi blanco de arena fina que se vuelca hacia el río, más allá de las barrancas, hay muchas historias escritas con patitas diminutas, en ida y vuelta desde el monte al agua.

Mas lejos, cruzó un carpincho grande, por el rastro, seguido de tres crías por lo menos. No volvieron, sin duda cruzaron a la otra orilla, desconfiados de mi cercanía.
El paisaje desnudo por la luz, muestra toda la belleza que me ocultó al llegar a la boca de la noche. La laguna, anclaje del camalotal sobre una de las márgenes, es como una pausa en el apuro del río, poderoso y elástico, con un fluir eterno en constante carrera.
Todo el pulso del cauce parece palpitar el juego de brillos.

Los maragullones, hábiles aves pescadores, zambullen en permanente búsqueda de su alimento. Algunos, sobre ramas a flor de agua, permanecen estáticos al sol, con las alas abiertas para secarse y poder volar otra vez, pues sus plumajes no tiene el aceite protector que poseen, por ejemplo, los patos.
El crepitar del canto del Martín pescador, denuncia su presencia en las ramas a la corriente, desde donde espera atento a que una mojarrita desprevenida suba cerca de la superficie.

Ocurrido eso, a veces tras larga espera, se lanza como una flecha tornasol, y tras fulminante chapoteo, se eleva hasta otra rama, donde aprovecha su captura.
Por los senderos del monte, marrones de hojas secas, caminan nerviosas palomas grises, con pasitos cortos, cabeceando de un lado a otro.
Una gallineta de andar nervioso revisa la orilla del agua, en busca de restos de la pesca, completando mi limpieza.

Me voy detrás del sol, acortando de a poco mi sombra.
Es largo el camino de regreso, por la orilla del estero, puntudo de juncos, me lleva el sendero mañana adentro, levantando negras nubes de patos con rumbo a la arrozal cercano, que ya comienza a amarillear en granos.
Antes de pisar mi propia sombra, ya habré llegado a mis ranchos en las afueras del pueblo. Cruzo con el agua a media pierna por el “sangrador” del estero, zanjón que se alimenta de crecidas del juncal y se retuerce con rumbo al río.
En él se encuentran zonas bastante profundas con islas de camalotes; será cosa de volver hasta acá en otra ocasión, es buen lugar para la pesca del bagre, barrosa y de aguas calmas.

Me apura el día con su picana de tábanos, sedientos de sangre con su implacable lanceta. Sólo de noche no molestan, aunque son sustituidos por las nubes de mosquitos que se reproducen por miles en las aguas estancadas de las zonas bajas.
En el campamento, la defensa es el humo con bostas secas, ramas verdes y hasta quemar yerba, para alejarlos. Aunque no son recursos infalibles, por lo general, uno termina vistiéndose toda la ropa que tenga, aunque haga calor.
Es la última defensa para evitar en gran medida el suplicio de su hambre.
Al llegar, las tarariras abiertas por el lomo, irán a la salmuera, y luego de varios días, blanquearan al sol, en el “carancho”, bien arriba, fuera del alcance de las moscas verdes, que ya comienzan a verse.

Venderé los bagres, mejor dicho, venderé sus cuerpos muertos, me quedara siempre la ganancia del pique relampagueante, la lucha y los roncos resoplidos del bigotudo vencido. Venderé parte de la pesca, pero aunque quieran, jamás podrán comprarme las luces y las sombras, los trinos, los aromas, el humo de mi fuego, ni el calor de la tierra…
Cada vez soy mas río.
O menos laguna…