La mordedura

Seudónimo ÑANGAPIRE

Manchau Ush, Ush!.- Barcino, Capitán, pare buey, quieto!
Al final la carreta se detuvo.
El sol se iba escondiendo entre los cerros. Había bajado la cuesta pedregosa, despacio, acompasándose su traqueteo con el cencerro y el ruido de las llantas quebrando el pedregal.
Despacio entró en el cauce del Arroyo Yerbalito; en el paso de “Sabino”, lo vadeó. Casimiro fue nombrado de a uno a sus bueyes cuando los detuvo.
Puso la picana parada, entre las cabezas de los delanteros, apoyada en el yugo. Se apeó de su malacara patas blancas, la maneó y volvió a la carreta. Calzó los muchachos y comenzó a desunir las bestias mientras les charlaba. “Este lugar es lindaso para hacer un alto, hay guen pasto y guena,gua, como pa`Ustedes. Te portaste Capitán, taban duros de pelar los repechos eh…..!
Muy bien, Barcino, tiraste lindaso”. Recogió las cadenas y las guascas como decía él, y junto con el yugo acondicionó todo bajo la carreta. “Muy bien Manchau y vos también Primavera, son guenazos mis bueyes!,se me hizo que allá en el repecho del apretau, no subíamos, pero tengo estos dos pertigueros que son superiores”.
Desunió la yunta, acomodó todo. Sacó la marmita y la pava de un cajoncito, asegurado al pertigo, contra el pescante y fuese hasta el arroyo a traer agua, allí ésta venia corriendo y cantando entre las piedras.
El agua cristalina y fresca le dio sed. Se tendió en la grama verde y directamente bebió del cauce. Volvió a la carreta, depositó la ollita de hierro de tres patas y la pava.
Fue hasta su malacara , lo desmaneó, le tomo de las riendas y lo acercó a la culata de la carreta mientras le iba conversando.
-“Tamo medio espiau, compañero. Vamo a ver si en la herrería del Chocho le hacemos que le pongan algún calzau”.
Así mientras conversaba, lo iba desensillando, le puso un bozal y con un maneador largo, lo ató a un espinillo.
El sol se había escondido y las sombras iban cubriendo el paisaje. Casimiro comenzó ahora, a juntar leña y unas charamuscas para encender el fogón. Juan Andrés venía apurando en la bajada a su “Chongo”, que era un hermoso petiso “doradillo”.
La maestra le había pedido que se quedara para ayudarla a ordenar la Biblioteca; se habia echo tarde y no quería que le “agarrase la noche”. Juan Andrés, era un niño de unos diez años de edad, hijo de Evergisto Sosa , el cpatáz de la Estancia El Sarandi. Cruzó el cauce del arroyo, cuando iba subiendo la barranquita de la ribera, vió a Casimiro y lo saludó.Buenas tardes señor, dijo en momentos que el carretero se inclinaba a recoger unas leñitas secas. Este se dio media vuelta y contestó “Buenas tard…”, al tiempo que se retorció violentamente y despavorido exclamaba con terror y sufrimiento.
“¡Crucera podrida me jodiste!”, y manoteando el facón se practicó una pequeña escición en la pantorrilla, un tanto mas arriba del tobillo. El niño al presenciar y oir esto salió despavorido rumbo a la Estancia en procura de auxilio.
“Papá, papá” y contó lo sucedido. Don Evergisto le replicó –“vayase rápido hasta lo del brujo Soares y dígale que venga al Paso y cuéntele lo que sucedió, dígale que le pido de favor.
Apure ese petiso! Si el brujo no tiene caballo en el piquete, dele su chongo y espere allí que lo vamos a buscar “. Salió Juan Andrés a galope tendido. El viejo Soares tenía caballo “agarrau” así que enseguida ambos llegaron al Paso, casi juntos con Evergisto y su peón Ramón.
El Brujo dijo después de inspeccionar la pierna de Casimiro: “Ta brava la cosa. Es crucera hembra y está alzada pa pior. Consíganme cipó miló vamos a hacer un hervido” . La gente fuese en busca y el viejo curandero se tendió en el suelo, tomó la pierna ya inflamada y violácea de Casimiro, que comenzaba a hinchársele, mientras se revolcaba de dolor y le invadían los sudores fríos y castañeaban los dientes. El Brujo comenzó a succionar la herida y a escupir saliva sanguinolenta.
Estuvo así unos minutos trajinando con el enfermo, luego con su cuchillo caponero hizo mas profunda la herida cortando en cruz, succionó de vuelta. Llegaron los hombres con el hervido de cipó miló. –“Ta bien juerte nó?”indagó Soares . –“Si señor” replicó Ramón y Evergisto agregó “y son de retoños que largan mas jugo. Si quiere agregarle caña, tengo en el chifle”. El Brujo replicó que sí, mientras picaba tabaco en naco, lo mojaba en el agua con caña y le aplicaba a modo de cataplasma sobre la herida de Casimiro, en tanto mascullaba una oración, hacia gestos de imploración y trazaba con su cuchillo unas rayas en el suelo “pa cortar el mal” decía. Juan Andrés, observaba, entre asustado y curioso. Habia tomado en sus manos un pequeño crucifijo, que pendía de su cuello con una cadenita . Rezaba y rezaba. Le prometió a la Virgen prenderle una vela si Casimiro se salvaba. Siguieron los hombres disputándole a la ponzoña la vida del carretero. Era noche cerrada. Evergisto le dijo a Ramón el peón que se fuera”pa las casas con el gurí”. Esa noche el niño tuvo pesadillas, durmió intranquilo, pedía explicaciones a sus mayores.
Al otro día cuando llegó a la escuela contó a la Maestra lo acontecido, volvió a pedir explicaciones, indagó porqué y más por qué.
Pasaron los años, un día un automóvil se detuvo frente al rancho de Casimiro, en las afueras del pueblo. Se incorporó éste que estaba “sombreando” sentado en una banqueta en el patio, ayudado por su muleta se acercó a la porterita. Un hombre joven, vestido con túnica blanca, se fundió en un abrazo fraterno con el viejo carretero.
Aquella crucera, aquel rengo y Juan Andrés, el joven médico rural eran los dueños del despertar de una vocación. Casimiro perdió una de sus piernas, el pueblo ganó un filántropo. Juan Andrés ejerció la profesión haciendo de ella un verdadero apostolado.