Cada vez que Don Emilio y Don José coincidían en el bar, era de esperarse – si se conocía el paño – una buena polémica. Daba lo mismo cualquier tema; lo realmente importante, lo que verdaderamente valía la pena no era sobre que sino como disertaban. El espectáculo jamás decepcionaba.
De un modo único, ejemplar, digno de ser admirado, el estilo de ambos – aunque radicalmente opuestos – coincidía en la premisa del mutuo respeto. Como si se basaran en un reglamento explicito de controversia expresamente establecido que pactaran sin espesarlo.
Don Emilio era hombre de buen sentir, amante de las letras que supo más de la vida que de la enseñanza obligada de la escuela. Poco modesto a la hora de mencionar su modestia, minimizaba su talento poético casi tanto como exaltaba su voz al momento de compartir un verso de su autoría. Quienes tuvieron el placer de oír algunas de sus rimas coincidían en el aplauso; probablemente por el ahínco que ponía en ellas para saldar cuentas con un pasado cargados de culpas.
En cualquier caso, los años le habían otorgado la experiencia de reconocer antiguos errores, y aunque la salud no era de sus mejores camaradas, le había ofrcido aa vida, igualmente, la posibilidad de gozar el tiempo necesario para redimirse con creces. Frecuentemente era él quien arrancaba la prosa con algún interlocutor de turno, timidamente primero y enardeciéndose después.
Don José no se inmutaba, bebía silencioso su rutinario vaso de vino, lentamente, de a sorbos pequeños, como un ritual. A pesar de estar pisando las nueve décadas ostentaba la misma fuerza de espíritu que en sus mejores años mozos.
Si Don Emilio consideraba no estar recibiendo toda la atención prestada, sus cuerdas vocales comenzaban a aumentar gradualmente el tono, cobraba así confianza y hacía llegar su relato lo más claramente posible a los oídos de Don José. Este, conociendo los ardientes del adversario, dejaba entrever un desinterés poco cierto, aunque de tanto en cuanto dedicaba una mirada de soslayo acotando entre roncos murmullos sus divergencias.
Hasta que Don Emilio jugaba la siguiente carta en la noche para salvaguardar el orgullo y el honor de ambos.
¿No es así, Don José?.
La respuesta era casi obvia, pero la frase hacia las veces de introducción para encabezar la discusión.
Era una especie de santo y seña que ambos conocían y que le permitía a uno la cortesía de invitar a disertar, y al otro un permiso para inmiscuirse en un diálogo hasta entonces ajeno.
Allí enmudecían los parroquianos y los oídos se abrían para dar paso al sentir de una exposición de ideas merecedoras de ser atendida.
Los que estaban duchos en eso de ser testigos de tales encuentros se guardaban el privilegio de conocer donde radicaba el punto máximo de la noche; este solo estaba claramente establecido cuando Don Emilio exageraba su humildad y don José agitaba su sabiduría. Ni una ni la otra eran a ciencia cierta tales, pero para el alma que empleaban y así sabían disputar.
Si el tema venia de analizar una idea o un concepto filosófico universal, don José tomaba la batuta, sacaba su mejor repertorio y avalado por 87 años de rumbo recorrido, daba cátedra a un oponente que a menudo terminaba cabizbajo, asimilando los conceptos del viejo sabedor.
Pero si se trataba de discutir sobre un acontecimiento histórico de su pueblo, no había Cristo que enmudeciera ni conveniencia a uno u otro de una postura diferente a la planteada.
En ese caso, Don Emilio, en un ultimo intento por disuadir al adversario, comenzaba a buscar aliados que escasas veces hallaba, pero que igualmente de nada le servían, ya que Don José, ensimismado en su verdad no daba a nadie la palabra ni para confirmar la suya.
Así transcurrían las horas, hasta de Don Emilio, cansado por la inminente derrota daba por terminada la querella, o bien alejándose de la rueda, incomprendido, pero dejando a las claras que su decisión se debía al respeto por el anciano, o dando un colérico golpe con el vaso sobre la mesa, marchándose a buscar apoyo en las calles clareadas por la luna.
Tal era la rutina que comenzaron a necesitarse sin expresarlo, a extrañarse, a buscarse disimuladamente en los boliches del pueblo. Como quien espera un amor perdido. Don José revolaba los gastados ojos hacia la puerta con la esperanza de la llegada del otro.
Si la ausencia ya sumaba varios días, totalmente, sin mostrar más interés que la cortesía, preguntaba sobre la salud de aquel, si le habían visto por las noches y hasta sacaba conjeturas de que tal vez se hallase en algún enredo algo turbio.
Es que sus encuentros, terminasen bien o mal, eran el pan de cada día para el alma de ambos, y aunque sin reconocerlo nunca llegaron a quererse con el mismo cariño con que se unen los sobrevivientes de una estirpe o una tragedia; porque estaban unidos por un tiempo sólo por ellos vivido.
Cada uno y a su manera habían visto generaciones enteras armarse y poblar su tierra.
Sus ojos habían sido testigo de los mismos hechos que los niños aprendían a través de gordos libros en la escuela.
Los unificaba la complicidad de guardarse los secretos más jugosos de los pueblerinos.
Como el de la tierna abuela de la esquina principal, que en la actualidad repartía a los nov caramelos, pero que en sus épocas de juventud enloqueciera con los vaivenes de sus caderas a cuanto milico se le cruzase; o el del sexagenario profesor Jeremías, cuando entregado a las solitarias urgencias juveniles fuera sorprendido por su madre quien le propinara un revés tan intenso originando la cicatriz en la mejilla que ocultaba con la tupida barba semi cana.
Fue ese tesoro invalorable, la memoria de su pueblo, que rivalizaron incansablemente cada día de sus vidas.
Una tardecita, apenas entradas las primeras sombras de la noche, el bar de los Andrade recién comenzaba a vestirse para recibir la clientela.
Un par de jóvenes apostaban la próxima cerveza en una partida de billar, un forastero, haciendo un descanso en el camino, bebía un refrigerio y Don José, sólo en la mesa, buscaba entre las docenas de papeles que acumulaba en los bolsillo, la caja de cigarrillos comprada camino al recinto.
El mayor de los Andada llevaba el registro de deudores en un viejo cuaderno, mientras que el menor, recostado en el marco de la puerta echaba un vistazo al leve movimiento de vehículos por las polvorientas calles del centro.
De pronto, como una ráfaga de inesperado viento, un muchacho lo atropello ciego por la noticia que traía en la garganta, volteó el taco que aguardaba erguido su próxima jugada, e ignorando a Don José se apoyo un instante en la barra de lustrosa madera y soltó la novedad.
Don Emilio está muerto.
Como vino se fue, y tras él los muchachos olvidando la cerveza, los Andrade olvidando la clientela y el forastero pretendiendo el olvido de pagar su cuenta.
Únicamente Don José quedó bebiendo su vino, inmutable, inalterable ante el suceso. La muerte, disfrazada con el más piadoso de los trajes, había visitado a Don Emilio, cumpliendo con el ultimo deseo, temprano por la tarde mientras hacia su rigurosa siesta.
Siempre se le había oído decir que sólo podría hacerse amigo de la muerte si esta le daba el gusto de sorpréndelo dormido.
Todo el pueblo se congregó en la casa del difunto para despedir los restos, que entrado el próximo amanecer descansarían en el mismo suelo que le viera envejecer. Todo el pueblo, a excepción de Don José; tal ausencia no asombró a nadie, era de esperarse tras una vida debatiéndose a duelo.
Cerrada la madrugada se fueron vaciando las habitaciones. Al disimulo, uno tras otro, los dolientes se retiraron a sus casas, y ya cuando la misma luna se marchaba, el cuerpo de Don Emilio sufrió el frió más intenso que podía recibir en esta tierra, el de la soledad más solitaria.
Cuando el alba despuntó definitivamente, un puñado de pueblerinos se arrimó a ofrecer los últimos minutos de compañía al fallecido.
La sala, encerraba por si mismo el misterio tangible de la muerte.
Las flores, como adivinando la ocasión, despedían la típica aroma pesado y sofocante de los cementerios y allí, junto al largo féretro de Don Emilio, una humilde sillita de madera, contenía a medias el cuerpo de Don José, empequeñecido por el infortunio de haber muerto, gozando de tan buena salud, a los 87 años, de un repentino ataque de tristura.