Había cabalgado toda la noche y algunas horas de la tarde anterior.
Atravesó el Yaguaron crecido, por cualquier lugar, sin buscar una picada y pensó que el zainito se le quedaba en el medio del rió.
Si tenía que nadar, lo salvarían la escasez de ropas y que la noche no era fría. Pero el caballo aguantó y al llegar a la ansiada orilla brasileña, la suave arena fue catre y colchón acariciante para el hombre, pero solo quieto sostén para las patas temblorosas del animal, que ni siquiera tuvo fuerzas ni voluntad para sacudirse el agua que lo empapaba. El cuerpo pequeño del hombre se aletargó, , junto a su pensamiento por unos momentos, pero enseguida volvió a ver la visión que no se desvanecía ni apartaba desde hacia varios días: El grupo de ocho jinetes perseguidores, levantando una nube de polvo atravesando los campos marrones del Rincón de Ramírez. El comisario Recuero se la tenía jurada y había infundido en los otros, en especial al baquiano Centurión, la certeza que se jugaban la hombría y amor propio en la captura del matrero.
Podía asegurar que Recuero Recuero intentaría dar una batida clandestina en territorio brasileño antes de darse por vencido y que no atravesaría el río por donde lo había hecho él, lugar que no demoraría en ubicar la constancia de Centurión, sino que por seguridad para sus hombres y caballos, buscaría un paso menos peligroso, hacia arriba o hacia abajo. Debía entonces huir ahora, hacerlo ya. No recogió nada por que nada tenía, solo el zaino con su viejo freno, donde una de sus riendas era una piola. Lo cinchó para subir la barranca, pero el seco tirón en su mano y el ruido corto y pesado de la caída le anunciaron que el zaino allí se quedaba. Bajó tres pasos, como en una escalera, acarició el hocico tibio de su más valioso compañero de los últimos meses y con resolución renovada se alejo atravesando el monte. Percibió la detención del murmullo vibrante del grillerío nocturno y se detuvo, alerta. Continuó con precaución y cuando pudo mirar lejos, una tenue claridad a su frente le anunció la llegada de otro día de zozobras. Avanzó decidido, como descansado, sin sentir la sed ni el hambre, perpendicular al monte y casi rozando un alambrado que se tendía hacia el este.
Las alpargatas marrones, deshilachadas y todavía mojadas, le dificultaban el paso rápido, que intentaba mantener para aprovechar al máximo el tiempo que aún quedaba antes que saliera el sol. De a pie, sin sombrero, cortando campos, bombachas de un marrón diluído y una fina camisa gris, eran señales precisas y fáciles de ubicar para una interrogación del comisario Recuero. Cuando estaba a punto de asomar el sol escuchó como clarinadas; canto de gallos a su derecha.
Muy lejos por encima de una gran arboleda se alcanzaba a divisar el blanco mirador de una estancia. No era criterioso acercarse. El canto y vuelo incesante de los teru teros, lo acompañó por su itinerario de subidas y bajadas, cañadas casi secas, bañados y zonas pedregosas.
Le parecía que se podría dormir caminando, cuando creyó oír campanadas muy distantes.
Cuando terminó de subir un muy largo repecho, los techos de paja, de tejas y chapas relumbrantes de un caserío con iglesia, parecían estarlo esperando.
La cuarta casa del pueblito, con rejas en ventanas y puerta principal, ladrillos sin revocar, con un largo palenque, le indicaron un refugio momentáneo: La pulpería.
Al entrar, debió acomodar sus ojos a la sombra, parecía que había que prender el farol para poder ver mejor. Poco a poco, parpadeando ligero en aquella penumbra distinguió el largo y ancho mostrador, algunas mesas y sillas sobre el piso de ladrillos, las tres ventanas por las que entraban chorros de luz del mediodía. Estaba solo, por otra puerta que daba a las otras habitaciones de la casa y que no tenía rejas, apareció un viejo perro ovejero, moviendo con desgano su peluda cola y detrás de él, el pulpero. Gordo, sonriente, con algún diente de oro, bigotes largos y armado de cuchillo y revolver.
-Buen día, amigo. ¿Qué se va a servir?. Le preguntó en portugués.
-Buenos días. Un jarro de agua fresca y una cañita.
-Muy bien. ¿Va para las carreras?
-No, no. Voy de paso.
-Ya le sirvo. El pulpero volvió a traspasar la puerta trasera con una jarra en la mano en busca del agua del barril.
El visitante volvió a recorrer con la vista toda la pulpería y con detenimiento la puerta y las ventanas del frente, y otra, que daba al costado oeste. Todo en calma.
-Acá esta el agua, amigo.¿Vaso grande pa la caña?
-No, chico nomás, muchas gracias.
Comenzó a beber el agua, imponiéndose hacerlo bien despacio. Luego tomo un pequeño trago de caña y se fue sintiendo mejor y más a gusto al pensar en un mate amargo y un cigarro. También en los pocos pesos que le quedaban en el bolsillo de su vieja camisa.
De pronto toda su agilidad e instinto de conservación afloraron de nuevo al escucharse, a la distancia, galope de caballos.
Recuero y Centurión, pensó y tanteo el cabo de guampa de su corto puñal en la cintura.
Al unísono con el pulpero miraron por la ventana del costado. Caballos por la mitad avanzaban hacia allí, como chapoteando en una laguna por la verberación del sol, con jinetes que el pulpero identificó de inmediato.
-Seu Joao, dijo. El estanciero más grande de toda la zona, agregó.
El visitante nada contestó y su corazón comenzó a tranquilizarse, sin poder disipar el presentimiento de que tendría problemas a corto plazo.
Cinco jinetes se bajan y atan sus cabalgaduras en el largo palenque.
-Buen día. El vozarrón pertenece a un gigantón que empequeñece la puerta de entrada. Su sombrero, sus ropas y botas destacan su calidad, precio y poco tiempo. Pero lo que más llama la atención son su cinto ancho y la hebilla, ambos abundantes en fantasiosos dibujos de oro y plata, que sostenían canana, revolver y cuchillo.
Otros cuatro hombres, el más alto, tuerto, irrumpen sin saludar, armados de la misma manera, pero con mucho más humildad.
Capataz y peones, pensó el parroquiano.
-Buen día Seu Joao, buen día muchacho, respondió con respeto el pulpero.¿Para las carreras? Agregó sumiso
-Si, almorzaremos allá. Pero el aperitivo lo tomaremos acá.
Todos los ojos observaron con una mezcla de altanería y desconfianza al personaje, que insignificante, parecía encogerse en el rincón del mostrador. Absolutamente tranquilizado por lo que habían observado del desconocido, los cuatro hombres ocuparon la mesa de la zona más sombría, mientras que Seu Joao se acodaba en el medio del mostrador. Rápidamente y sin preguntar, el pulpero sirvió a Seu Joao primero y luego a los hombres de la mesa. El perseguido sentía las miradas que lo examinaban de arriba abajo y bebió el último sorbito de su vaso, pensando en pagar y marcharse.
Seu Joao dueño y distribuidor ahora del licor de la botella, volvió a llenar los vasos de sus acompañantes y sin preguntar, acentuando su papel de dueño absoluto de la situación, también completo el pequeño vaso del desconocido.
Con permiso, le dijo y se le quedó mirando desafiante.
-¿Como es su gracia amigo?. Y como sin querer le golpeó con la botella en el hombro.
-Juan Silvera, señor. Respondió con suma humildad.
-Nombre cortito el suyo, castellano. Pero resultó tocayo mío, porque Ud. Está hablando con Joao Everildo De Souza Andrade.
-También me dicen El Chiquito, señor.
-Apodo al metro, amigo. Al tiempo que reía a carcajadas acompañado a coro por los cuatro hombres de la mesa, que seguían con gran atención el diálogo, al igual que el pulpero, por conocer las costumbres en el trato del estanciero con los desconocidos desvalidos.
Pararon las risas y el silencio resaltó el canto de las chicharras.
-Ud. Tiene cara de estar pasado de hambre, castellano, afirmó el estanciero, acomodándose su blanco gran pañuelo.
-Traé el mejor pedazo de asado que te haya sobrado de anoche, para este pobre tipo, ordenó sin mirarlo al pulpero.
Este, presuroso y sin contestar no tardó en volver con un gran trozo de churrasco que ocupaba todo el plato.
-Galleta y cerveza! Volvió a ordenar Seu Joao.
Se acomodaban para mirar mejor los de la mesa y sonreían complacidos para demostrar su complicidad en lo que estaba ocurriendo y en lo que iba a pasar. Seu Joao simulaba estar más serio que nunca y pasaba una y otra vez mirando de reojo al Chiquito, una vez por la derecha , otra por la izquierda, mientras este no podía dominarse para comer mas despacio.
“Lo que daría por una buena siesta”, pensaba.
-¿Hay poroto pronto? pulpero Pregunto Seu Joao.
-No señor. Tengo mazamorra para calentar.
-Un plato hondo y bien lleno, para el castellano, dijo ahora con serenidad Seu Joao.
-Mientras se calienta la comida, tengo que hacerte una pregunta Chiquito, le dijo, ahora tuteándolo como para imponer también verbalmente su dominio.
-Si la contestas bien, estoy dispuesto a darte 20.000 pesos.
Silvera, con resignación solo pensó en la plata y contesto rápidamente:
-Lo que Ud. Diga, señor.” Lo que daría por una buena siesta”
-Bien, tenés que decirme cuantos castellanos como vos, muertos de hambre y cobardes, hacen falta para pelearme a mí. Y se le fue encima desafiante como una fiera.
El chiquito, sin levantar la mirada ni la voz pensó durante varios largos segundos y luego como si hubiera llegado a una definición muy certera, contestó con resolución: Cuatro, señor. ¡ Muy bien! Grito jubiloso el estanciero, mientras sus compañeros aplaudían fuertemente. Te ganaste la plata y esa mazamorra. El pulpero llegaba en ese momento con el plato rebosante.
– Más galleta! Vino tinto para esta mierda. Volvio a obedecer el pulpero. En pocos minutos ternimó Silvera la mazamorra y medi ajarra de vino. ¿Queres dulce, Castellano? Y bueno, señor… Abrí una lata de goiabada para esta mierda, tronó Seu Joau.
– Pero antes, tenés que contestar otra pregunta castellano: ¿ cuantas piltrafas, hambrietas y cobardes como vos hacen falta para pelearme a mi?
La respuesta esta vez fue muy rápida: seis señor.
Sobresaliente! Gritó el estanciero, mientras pedia otra botella para él y sus compañeros.
Silvera no los miraba. Como para no ofender, desviaba sus ojos, como distraido, hacia los cinco caballos del palenque. El mejor, el de más porte era el negro del medio, el de más lujoso apero, el cabalo de Seu Joau. “ Que bueno, una larga siesta debajo de una sombra fresca” volvió a meditar, fue comiendo el dulce muy despacio trozándolo con su cuchillito y terminando el vino rojo. Seu Joau seguramente se acordó de las carreras y decidio poner fin a la diversión, porque a volvió a encarar a Silvera y colocando su gran pecho frente a la cara de este, le dijo: – tengo otra pregunta para vos desgraciado. Porque me olvidé de lo que contestaste la última vez. ¿Cuántos castellanos muertos de hambre y jodidos como vos, hacen falta para pelearme a mí? El Chiquito bien comido, habiendo bebido a placer, con mucha plata en el bolsillito de la camisa gris, solamente tuvo que mover unos centímetros su mano izquierda para tomar el pañuelo de Seu Joao y tirar hacia abajo para que la garganta del hombretón se recostara en la punta del puñal con su hoja enrojecida por el dulce, al tiempo que su cuerpo y su voz se tensaban, para responder: Yo solo, brasilero hijo de puta! Yo solo hago falta para pelearte y limpiarte cuando quiera, carajo!
Los hombres de la mesa pegaron un brinco, pero al comprender que su patrón pasaba a ser finado con solo un empujoncito del puñal de Silvera y que en lugar de carreras tendrían velorio, quedaron estáticos, con las manos sobre la mesa, como si estuvieran lavando en una pileta.
El Chiquito ya arrastraba a Seu Joao hacia la puerta, tirando de su blanco pañuelo y a un metro de la salida, despacio y muy claro volvió a hablar:
-Mira, ahora me voy, pero si llegas a cruzar esta raya, vuelvo y te coso a puñaladas.
Y sacando la punta del cuchillo de la garganta del estanciero, con enérgico giro, marco con su punta una especie de semicírculo en el piso, uniendo las dos verticales del marco de la puerta.
Y dándole un empujón hacia el centro de la habitación al estanciero, salió a fuera con paso firme, sin denotar apuro, desato el caballo negro del palenque, monto de un salto, troto unos metros y al galope largo, partió.
En la pulpería todos continuaban en silencio e inmóviles, como clavados al piso. El pulpero fue el primero en hablar, advirtiendo:
-Seu Joao, Seu Joao, se va en su cavalho preto!
-Que, Que!. Esto es intolerable, voy a matar a ese bellaco!. Exclamo, como recobrando de golpe su valor.
Se precipitó hacia la puerta, seguido de sus hombres que manoteaban sus revólveres y facones, pero se detuvo en seco, abriendo los brazos para atajar a quienes le seguían –como si quisiera protegerlos- al tiempo que con los ojos desorbitados observaba la marca, recién hecha por Silvera, que estuvo a punto de ser pisado por la punta de su negra bota derecha, para pasar a gritar con espanto, agarrándose la cabeza con desesperación:
-Oh! No!La raya!!.