Antonio, protegiéndose en la oscuridad, se encaminaba hacia su coche, bastante pasado de moda, también a cubierto en las sombras que proyectaban unos coposos árboles que desde aquel terreno de arrabal, cubrían casi toda la calzado de balasto. Atento a ruidos y movimientos, propio de animal de caza recelándose jaurías hostiles. Cuando se aprestaba a abrir la portezuela vio una silueta difusa acercarse. Un estremecimiento hizo acelerar los latidos de su corazón. Con el codo apretó la culata del arma enfundada contra su cadera derecha. La sombra avanzaba hacia él con cierta cautela, acentuando su aprensión.
– ¡Buenas noches, don Moreira…! – , en voz baja, adecuándola a las circunstancias.
Creyó hallar familiar aquella voz, pero la tensión del momento lo hacía dudar.
La figura acercóse hasta poder, ante un débil reflejo de luz reconocer aquel rostro barbado, desaliñado, y del que se desprendía un fuerte olor a alcohol, transpiración y tabaco ordinario. Se trataba del «Tunga» Leivas, un pobre diablo que solía trabajar en las cosechas de maíz en su establecimiento. Hábil deschalador, callado y fiel. Por lo general rechazado.
Antonio en todas las zafras lo buscaba. Había en el descuidado jornalero una extraña solidaridad por Antonio y su familia. Una actitud respetuosa y sumisa de perro humilde. Se esmeraba en ganarse la consideración de este patrón. La natural llaneza campechana de Moreira facilitaba las cosas. Le gustaba hacer cuento, anécdotas, en las chispeantes ruedas con los zafrales. Era un hombre de mediana edad. Aspecto recio y despreocupado, endurecido por dentro y por fuera en las actividades rurales.
– Disculpe, don Moreira- este seguía receloso – pero tengo que avisarle que Artemio sabe lo que pasa.
Antonio sintió erizarse el pelo, pero nada respondió, dejando sitio a más datos. Se aproximo más. Con aire confidencial y bajando la voz, hasta hacerse un tartajeo dificultoso de entender. Los sentidos tensos de Antonio podían percibirlo.
– Dijo que se la iba a cobrar, don Moreira, que se la iba a cobrar al mismo precio…
– ¿Cobrar que? – como no entendiendo lo que temía estar entendiendo.
– Lo de usted y la Brilda…
– ¿Qué pasa entre yo y … ?- , una sospecha empezó a crecer en su mente, pero se aguantó.
– Don Moreira- , se impacientaba por la demora en ser entendido. Trató de ser más explícito – Artemio sabe que usted se arrima a su mujer… dijo pa’ todos los que lo oyeron en lo de Techera, que otra vez usted … que usted y la Brilda salieran, se la iba a cobrar … con la doña suya … y disculpe, don, pero me parece que el hombre salió pa’ llá – extendió la mano en una dirección imprecisa, pero que se entendía que era hacia lo de Moreira.
– ¿Cuándo salió?, ¿en que?
– En la bicicleta … hará media hora escasa …
El estremecimiento que lo envolvió hizo que ni se despidiera. Se olvidó de darle algunos pesos, como de costumbre, que el otro cambiaba por copas en el barcito y bolichito de suburbio, de Techera. Subió al coche, lo encendió luego de dos o tres intentos y entre el ruido de los engranajes de la caja, perforó la oscuridad con el único foco que funcionaba.
Dio el motor varias tosidas hasta armonizar la marcha. Empezó a desplazarse hacia la salida del pueblo.
Mecha había quedado sola. Por una razón casual hubo de viajar a Treinta y Tres, la circunstancia fue propicia para encontrarse con Brilda en un apartado cuartucho, luego de las señas convenidas. El incentivo de lo prohibido, de mordisquear frutos ajenos, actuó como un atractivo. Tenía además la mujer el anzuelo de la juventud desinhibida que ayudaba a lo otro . Por ahí empiezan esas cosas. Las variaciones son pocas; mucho menos las terminaciones. Lindas de empezar … ¿pero quién piensa en eso?…
Tomó el accidentado camino vecinal. Le imprimió al viejo y ruidoso vehículo toda la velocidad que le permitía su edad y estado. El camino no era el adecuado para eso; pero no le tenía en cuenta para nada. Cuando algún pozo estremecía la floja estructura, lanzaba una puteada cuyo principal destinatario era el municipio, a quién reiteradamente reclamaban algún tímido arreglito. Las curvas se sucedían. También bajadas y repechos. En éstos recrudecían las fallas del motor. Lograba coronarlos a fuerza de cambios e insultos.
¡Media hora!. Para llegar allá, un ciclista de la edad y costumbre de Artemio, no insumiría más de hora y media. Por ahora el tiempo corría a su favor. ¡Si ésta porquería de mierda emparejara la marcha…!.
¡Justo hoy que el peón, José, había tenido que salir por la mañana !
¡De haber sabido de la necesidad de salir …!. No pensó que tiempo tuvo de regresar temprano, pero … hay cosas que tiran.
Poco sabía del compañero de su amante. Solo que era obrero del frigorífico; que paraba poco en las casas, y del cual Brilda se cuidaba con preocupación; lo que no era impedimento para su desliz, y un mayor incentivo para Antonio. Jugar con el peligro apasiona.
De pronto, allá desapareciendo y apareciendo, distinguió una débil luz.
¿Sería la bicicleta de Artemio?. Respiró aliviado, los separaban minutos.
Empezó un largo repecho, trepidaba el vehículo por el pedrerío suelto del balasto lavado por las lluvias. Luego, hacia la derecha una acentuada curva que hacía cambiar la dirección del camino de norte a este, que lo llevaba hasta su establecimiento.
¡Otra vez las tosidas!. Evidentemente no le llegaba suficiente combustible al carburador, o éste tendría una obstrucción. Empezó a bajar multiplicaciones y hacer aceleradas. La marcha fue decreciendo rápidamente hasta que con una última tosida se detuvo el motor.
Los improperios que largó fueron irreproducibles. A tientas sacó de debajo del asiento delantero un manojo de llaves. Fue hasta el frente. Con no poco esfuerzo levantó el espolón, asegurado con un alambre. Con el reflejo de la única luz, más a tientas que otra cosa, trató de destornillar el caño del combustible insertado en el carburador. Ninguna llave encajaba. Impaciente, vuelve al asiento y tanteando recoge dos llaves más.
Acertó con una. Soltó el caño que dejó en posición adecuada. Subió, dio un poco de arranque, volvió y encontró mojado donde dejara el extremo del caño. La bomba funcionaba. La cosa estaba en el carburador. Al principió cuidó de no ensuciar la ropa; luego la impaciencia lo hizo perder esa preocupación. Destapó, aflojó tuercas, sacó pequeñas piezas. Sopló aquí, allí. El tiempo apremiaba. La luz encendida podría agotar la ya gasta batería. Además, tuercas que no enroscaban, caños que no encajaban.
Apremios acentuando torpezas. Piezas que se le escapaban y tenía que buscar a tientas en el suelo. Las manos resbaladizas por la suciedad grasosa. Cuando creyó haber dejado otra vez asegurado el artefacto, recogió de prisa las herramientas, sin cuidar si estaban todas. Buscó un sitio con pastos para refregarse las manos y quitarse un poco de suciedad.
Accionó el arranque. Nada. Otra vez. Igual resultado. Además decrecía el empuje. Con los nervios tensos, optó, luego de algunos cálculos ,tomar a campo traviesa. Conocía bastante el lugar, pero acordarse de todos los accidentes …
La noche era muy oscura, sin luna, pero el cielo despejado permitía al estrellerío dar una tenue luminosidad a la que se acostumbraron sus ojos de a poco. Empezó a correr. El rocío mojaba los pastos, y estos su calzado, que a poco se empaparon hasta sentirlos sonar como fuelles. Los teros le daban un cerrado escándalo en una cuchilla. Tropezaba vuelta a vuelta con promontorios escondidos entre los pastizales. Un pequeño bufido lo frenó de golpe. Un zorrillo irguiendo su frondosa cola se interpuso en su camino.
No quedaba otra que hacer un rodeo.
Dio con un alambrado con el que se pechó. Se encogió para pasar por entre los alambres. Uno era de espinas; enganchó la espalda del saco al que produjo un desgarrón.
La noche era fresca, pero transpiraba hasta sentir la ropa pegarse al cuerpo y correrle en surcos por el rostro.
Desde cierto lugar alto desde el cual podría ver el camino a lo lejos, miraba con atención a ver si podía distinguir alguna luz que pudiera ser de bicicleta. Nada.
La fatiga lo aplastaba, pero una tremenda fuerza interior, llena de rabia, desesperación, angustia, lo impulsaba a seguir corriendo. Fue identificando por las titilantes luces las casas de algunos vecinos. Por las posiciones de las mismas podía suponer por donde estaría la suya. Llegó a un bajío con arbolado bajo que de día sería intrascendente, pero que la noche convertía en borrosa trampa. Cayó en una zanja marginada de pajas bravas. Se hundió en un agua barrosa que le llegó a media pierna. Sintió los dentados filos de las pajas trazarle dolorosos cortes en manos y rostro. No hubo insulto que no mascullara. El tránsito se le hacía eterno, desesperadamente eterno.
Ya casi advertía en lo alto del negro horizonte tocándose con el cielo estrellado la silueta de las arboledas, tras las cuales se escondía su casa. Corría por su chacra recién arada. Tropezaba con los terrones desparejos. La tierra formaba barro con el agua juntada por los zapatos, que no se animó a quitárselos por temor a dañarse los pies.
Se detenía expectante, tensando los oídos, acallando el agitar de su respiración. Los latidos repercutían en el pecho y las sienes. La garganta apretada. Nada oía. Seguía corriendo a los tumbos. De lejos en lejos tanteaba el revolver cargado en la cintura; como si a través de él desahogara no sabía que. La silueta de los árboles se hicieron más nítidos. Ya no eran una mancha compacta y confusa. Permitía ver a través de los troncos, claros del otro lado. Un resplandor luminoso indicaba que había luz encendida en la casa. Ladraron los perros desconociéndolo por llegar por un sitio desusado. En voz baja les respondió reclamando silencio, lo que obedecieron al olfatear al amo.
Vio la silueta de un hombre asomarse hacia ese lado. Rápidamente extrajo el revólver y quedó expectante. La silueta permanecía quieta, como tratando de percibir la causa de los ladridos. Desde allí costaba habituarse a la oscuridad. Ninguno se movía. Lógicamente, la posición de Antonio era más favorable al tener a su espalda la sombra de los árboles.
Pero él tampoco podía identificar al desconocido que permanecía estático.
Un ligero reflejo lateral indicaba una luz prendida en la cocina, pero no era suficiente para iluminar la figura.
El silencio repentino de los perros, pensaba Moreira, tenía que desconcertar al que trataba de ver en la oscuridad. No sentir ruidos hacía que Antonio siguiera preocupado. Nada indicaba de la presencia de Mecha.
En eso ponía toda su atención, sin quitar la vista de la silenciosa y quieta silueta. Mantenía el arma apuntando hacia ella. De pronto ésta se movió con sigilo y rapidez cubriéndose tras el tronco de una palmera que abría en abanico sus dentadas hojas tendiendo sombras en el patio.
La tensión de Antonio no decrecía. Le preocupaba la figura, ahora oculta.
Lo atormentaba no poder aclarar que pasaba en su casa. No quería arriesgarse a cambiar de lugar. Pero tenía que saber que pasaba con su mujer.
Los dos perros tranquilizados, avanzaron y se echaron junto a la palmera donde se ocultaba el desconocido. La actitud de los animales confundía a Moreira. Lo mismo tal vez al otro. Confiaba que eso lo haría suponer que nada anormal ocurría en la oscuridad que lo rodeaba. Al fin, el de la palmera salió de allí, y con pausado andar atravesó el espacio limpio y desapareció, posiblemente hacia la cocina.
Por unos instantes escuchó tratando de captar algo revelador. Todo igual.
Rodeó la edificación hacia la derecha. Además podía fisgar por la ventana que daba al dormitorio. Pese a estar cerrados los postigos, no vio luz en el interior. Ninguna señal de su mujer. Siguió avanzando con cautela bajo la sombra de unos perfumados laureles. Allí armaron alboroto unos horneros. Se aplastó contra el suelo, porque inmediatamente uno de los perros dio un ladrido de sorpresas. En instantes vio la luz de una linterna que apuntaba su foco hacia distintos puntos de la oscuridad.
Distinguió nuevamente la silueta oscura de un hombre. Notó que manejaba la linterna con la mano izquierda, haciendo presumir que llevaría arma en la diestra. Se aplanó mas contra el suelo, no teniendo nada donde protegerse. Mantuvo el revólver en posición de tiro y amartillado.
La luz interrogaba los sitios oscuros de los alrededores. El haz se dirigía hacia el lugar donde estaba. Cuando la fuerte luz lo encegueció fugazmente, apretó el gatillo del arma que estremeció la noche multiplicándose en rebotes que parecían huir de allí. No iba muy lejos cuando otro estampido se unió a la cola del primero. Perros, horneros, corearon las vibraciones que estremecieron el aire. Más negra se hizo la noche al apagarse los sucesivos fogonazos.
Antonio sintió como si la brasa de un inmenso cigarro se aplastara en su piel a la altura de la clavícula, contra el cuello. Un adormecimiento envolvió su cuerpo y su brazo no pudo sostener al arma. Quedó fláccidamente apoyado contra el suelo.
– Mire, señor comisario – miró en derredor como para asegurarse de que nadie más lo escucharía -, esto es de hombre a hombre: yo había quedado de volver al otro día, pero al llegar a lo de Techera, vi que Artemio criaba coraje volcándose una blancas. Habló de cobrarse con doña Mecha de las fechorías de don Moreira y la mujer.
Le dio una profunda chupada al grueso cigarro amarillento. El rostro surcado por dos profundas arrugas, que partiendo de los pómulos bajaban hacia la mandíbula. Miró al comisario que lo escuchaba en silencio. La mirada serena de las almas tranquilas, conscientes del proceder honesto.
– No era asunto mío, comisario, pero que doña Mecha … ¡eso no!. Si no tenia agallas para cobrarla a quien debía … eso no…! Entonces, tempranito, antes de oscurecer, pegué la vuelta … Lo demás .. yo que sé … el destino no quiere cosas sucia, ¿no halla?. Usted vea, señor comisario…