El alacrán

Seudónimo: Paloma

El Alacrán” tenia en vilo a todo el pueblo.

Era el tema de todos pero nadie le había visto nunca.
Hombre sin limites a la hora de transgredir leyes; privilegiando por la experiencia en el arte de lo ilícito se
escurría de la policía como agua entre los dedos.
Tal era su confianza de matrero que se tomaba el tiempo de carnear el ganado robado en predios mismos
del propio dueño.
Allí quedaban cuernos y osamenta que en las primeras horas del alba hallaban como único rastro del
temido ratero.
Parecía poseer los ojos de Dios o del demonio, pues hombre que se ausentaba de su casa, casa que era
su botín.
Intentando engañar apagaban luces, faroles o velas y lo aguardaban a punta de rifle ocultos tras algún
sitio estratégico, pero “el alacrán” olfateaba el peligro y no se aparecía por el lugar.
Entre las mujeres, la diversidad de opiniones era rotunda. Algunas no veían la hora de que la policía
echara mano a quien se burlara tan desfachadamente de la vigilancia de sus esposos generando un
pánico colectivo entre ellas; otras aplaudían la sagacidad de una astucia jamás vista y las solteronas
suspiraban por el hombre que podría despojarla de su insoportables castidad sin que pudieran resistirse.
En los boliches los hombres encontraban motivo para levantar apuestas, unos a mano de la ley, otros del
matrero. Incluso, hasta la posible próxima victima era causal de apuestas.
Envalentonados todos aseguraban entregarlo vivo o muerto si lograban divisarlo.
Tanto se había alterado el orden que ya poco importaba para los uniformados las rencillas familiares, los
enredos continuos en el bar de los bajos o las denuncias de las vecinas por los disturbios en el burdel
mas concurrido. Toda la preocupación estaba centrada en “el Alacrán” y en su imposible apresamiento.
El Comisario Suárez solicitó refuerzos a las zonas vecinas pero poco auxilio recibió; nadie quería
involucrarse demasiado para no provocar al mal viviente.
En otros tiempos, el Sub.-Comisario Menéndez había sabido ser el suplicio de los maleantes.
Menéndez había vivido sus primeros treinta años al margen de la ley, eludiéndola de asalto en asalto,
hasta que lo pescaron y le dieron a optar “o cumplía su condena trabajando para sus vengativas víctimas
sin más paga que el alimento, o se sumaba a la escuadra de seguridad pública”. Optó por lo último y
sabedor de las mañas, escondrijos, maniobras y hasta de obrar de los matreros, no hubo uno que se le
escapara.
Treinta y cinco años sirvió a la policía del pueblo con tanto éxito, lealtad y rectitud, que ascendiendo poco
a poco con merecido derecho, llegó ser el Sub.-Comisario mas respetado de todos los tiempos.
El respeto ganado entre los pares de antaño y los actuales originó el recelo del comisario, quien
desbordado por la mediocridad le tendió una injusticia trampa en la que Menéndez cayó, originando la
baja inmediata de sus funciones.
Un año había transcurrido desde entonces. No tenía más distracción que sumarse a las rondas de
anécdotas falsas o ciertas que los pueblerinos armaban en los boliches nocturnos. Siempre callado,
escuchaba con atención sin intervenir, con su vaso de grapa siempre a medio llenar se sonreía sin mucha
alharaca, bebía y armaba su tabaco con destreza bien adquirida.
Más de una vez, el alcohol movió los hilos del reproche y el sarcasmo de algún busca pleito y llamándole
traidor le encrespaba el haberse puesto del lado de la justicia atrapando a los de su propia clase.
Menéndez jamás se impacientaba y sin mirar más que el suelo respondía como una constante.
-”No hice lo quise ni lo que pude, hice lo que debía”-
Una noche el Cabo Álvarez se topó entre las sombras de su rancho con el mismísimo delincuente. Lo
habían visto unas mujeres días atrás rondar esos campos y aseguraban que la causa de tal exposición
era e irresistible belleza de la hija del cabo.
Solo una pasión desenfrenada y prohibida podía hacer caer al matrero.
Pero Álvarez ni tiempo tuvo de armarse cuando el filo de una hoja de acero le atravesó la garganta.
Semejante suceso encolerizó e indignó al pueblo entero. Ya no sólo estaban frente a un hábil ladrón sino
que a un asesino despiadado.
Civiles y Policías se unieron para dar casería al agresor, pero cualquier pesquisa era inútil, ”El Alacrán”
seguía asiendo de las suyas impunemente.
Desanimado y al borde de la desesperación, el comisario Suárez, tragándose la humillación, fue en
persona a buscar a Menéndez. Sabia que seria casi un imposible convencerle, pero conocía la rectitud de
aquel hombre que el se ocupo de mancillar.
Menéndez se negó rotundamente, nada quería saber del suceso que conmocionaba a todos. No se le
había oído opinar sobre ”el Alacrán” el ninguna ocasión, como si estuviese ajeno a lo que ocurría.
Uno a uno todos pasaron por sus predios rogándole brindara su experiencia, sólo un sabio cazador podía
poner fin a tal caos. Él no respondía pero tampoco actuaba.
Una noche, mientras tomaba un vaso de grapa, solitario y silencioso una joven ingresó con el ultimo
aliento. Traía los cabellos en desorden, el rostro amoratado por los golpes, la falda impregnada de barro y
sangre y la deshonra a cuestas. Se arrodillo frente a Menéndez y le pidió justicia.
-”Al menos por mi padre”- Le imploró la hija del cabo.
El ex Sub.-Comisario secó las lágrimas de la joven, se bebió el último trago y salió con paso firme y
decidido.
A la mañana siguiente con el rostro pálido y la mirada perdida entrego el cuerpo sin vida de ”el Alacrán” a
manos del Comisario.
-”No hice lo que quise, ni lo que podía, hice lo que debía”- le dijo como toda explicación y antes de

marcharse murmuró:
-”Me debe una Comisario y ya es hora de cobrármela”-
El aludido bajó el rostro y asintió con la cabeza
-”Lo que pida, Menéndez”-
-”Cargue usted con los honores”- le dijo-”Yo ya cargo en la conciencia el haber matado a Juan Menéndez,
”el Alacrán”… mi hijo”-.