Esta es la historia de Juan. Porque la vida siempre es como un cuento.
Sus padres, de origen humilde, vinieron a vivir a Vergara desde el pueblito “El Oro”, lugar crecido en ranchos al costado de un camino lerdo y hosco, que unía el pueblo de Vergara con la ciudad capital de Treinta y Tres.
Su padre era herrero, obrero del humo y la chispa, siempre entreverado con la cantarina danza del yunque y el martillo.
Cuando la memoria de Juan se abre al entendimiento, recuerda un galpón grande de techo de paja, con paredes cubiertas con hojas del diario Acción. Sin duda, humilde solución ante las manchas de humedad y lugar de sus posteriores ejercicios de lectura.
En ángulo con esa casa – galpón primaria, sus padres construyeron la herrería, precaria construcción de paja y piso de tierra y, a continuación, la cocina y el comedor, con paredes de terrón, techo de paja y pisos de tierra también, lisos de pisón y escoba.
Al fondo, un terreno grande con quinta, gallineros, corrales y galpones, cada uno con su mundo y sus ritmos propios. En cierto momento de la lucidez de su vida, sus padres decidieron construir una casa nueva . Casa humilde, de ladrillos baratos por amarillos, techos de fibro- cemento asentado en varejones de eucaliptus, y pisos de tierra por supuesto.
Las paredes fueron asentadas en barro, pues no daba para portland y ese barro se lograba a base de “para de gurí”, pues eran Juan y sus cuatro hermanos quienes se encargaban a fuerza de pisoteo y sudor, de preparar aquel batido con pretensión de argamasa.
Con el previo acarreo del agua para la nivelación de los cimientos en base de arena ahogada con cascotes, un día partieron las paredes y se elevaron encerrando un aire de hogar nuevo.
Por un largo tiempo, los pisos continuaron siendo de tierra, las puertas en rústica maderas del estilo de las que se abren al medio enganchadas con chirriantes bisagras de hierro y que cerraban con una aldaba de madera. Todo era sencillo, pobre y humilde, pero con esa simplicidad con lustre de cosa ganada por el esfuerzo común.
La casa estaba ubicada en un bajo sin vecinos cercanos, a la orilla de una serie de zanjones ariscos, producto de las aguas de lluvia que los años habían labrado.
Y en ese entorno se fue formando el mundo de Juan, intenso y profundo.
Su infancia y la de sus hermanos fue marcada en sólo dos pulsos; veranos e inviernos. Los veranos ardientes en chicharras y rosetas crespas. Chicharras que crepitaban su canto rayando las siestas bajo los soles pesados y quietos.
Infancia dura, con pocos juegos y una casi espartana forma de vivir, con tiempos mal repartidos entre obligaciones y ratos libres.
Quinta, corrales a limpiar, vacas a ordeñar, o la herrería con su trilogía permanente de yunque, sudor y humo.
Tiempo en que maduraban las rosetas, esas flores rastreras del trébol, dejando su manojito de espinas hacia arriba, en punzante amenaza a sus pies siempre descalzos.
En la memoria perduran por suerte, los momentos buenos sobre los malos. Por eso sentía que llevaba vividos más veranos luminosos y anchos, que inviernos tristes, pues éstos eran demasiado largos, doloridos y grises. Quizá en su misma tristeza que los va borrando.
Cientos de sapos, con un croar ondulante y casi hipnótico, acunaban sus noches llamando al sueño.
Los días eran opacos, con mañanas cortadoras en escarchas crueles y lloviznas casi permanentes. El único consuelo eran las noches de braseros rojos y choclos asados, regrabando en ellos el sentido eterno de la instintiva hermandad del fuego..
Los inviernos eran tan, pero tan duros y largos, que parecían nunca terminar. Y entonces, iba por dentro creciendo un hambre enorme de sol, de flores, de cantos de pájaros con ecos de pichones como preámbulo de chicharras. Y hasta de rosetas.
La naturaleza, vieja sabia, no quiso permitir un cambio tan brusco entre invierno y verano. Por eso inventó ese prólogo llamado primavera, pintando el campo de nuevo y despertando cientos y cientos de flores amarillas y rosadas. Y sacaba de su vieja galera tremolantes nubes de mariposas blancas. Y a las golondrinas, saetas negriblancas de la alegría, que jugaban a hacer guirnaldas en los hilos de la luz.
Se iban entonces los tiempos del frío y llegaba el de las cometas, con sus tardes de sombras largas. Y en la gramilla nueva, panza arriba entre macachines; Juan Bebía la sombra del eucalipto más grande del fondo, que hacía punta por arriba del galpón de la herrería. Allá arriba, nubes algodonosas en un cielo purísimo tomaban mil formas caprichosas.
Dragones de viejas leyendas infantiles, monstruos terroríficos que mutaban en rostros barbados, miraban hacia abajo y corrían y corrían …
En aquellas solitarias tardes del verano, Juan no estaba nunca solo. En esa época, una de las alegrías más grandes que tenía era la promesa de una tarde de monte y zambullidas.
Tenía que esperar primero, que su padre terminara su sagrada siesta, pero antes aún, había que hacer todas las tareas, tales como cortar pasto, aprontar raciones, cargar agua, y otras más.
Pero nunca las realizaba tan rápido como en esas ocasiones, y, después, ya todo era una fiesta, un gozo chispeante que hacía cabriolas en los pies descalzos y gorgoritos de risa en las gargantas.
Primero, el campo, ese abrirse de horizontes, llenándose todo de luz y viento, después, y pisándole las costillas al monte, entraban al bañado; abriéndose camino entre esquives a las pajas bravas y con el ojo alerta por las cruceras. Entonces sí; allí empezaba. El monte hacía recovecos de caminos llenos de espinas, enviras uñas de gato y zumbidos, sorprendidos vuelos de palomas torcazas y escándalos de horneros.
Para llegar al arroyo, bajaban primero al “riacho”; una gruesa vena del bañado, seca entonces, que los llevaba por entre caricias de sauces llorones retorcidos y cascarudos, a la entrada de “su playita”. A la izquierda había una gran barranca, dura y exigente examinadora de sus habilidades de gato montaraz; a la derecha, sarandíes hoscos, de raíces gruesas, amantes eternos del agua.
Y la maravilla del agua fresca los llamaba; mientras su madre lavaba, Juan y sus hermanos gozaban de aquella bendición del verano: agua, pedregullo y mojarras plateadas y chispeantes, saltando entre la blanca espuma del jabón viajero.
En ese entonces, las siestas pesadas de calor lo llevaban a la quinta, que era refugio y misterio. Lo llamaban los ojos amarillos de los girasoles enhebrados en zumbidos siempre nuevos.
Entre el crespo y verdinegro rumor del maizal, hamacado entre zumbido de aroma y luz descubrió el tesoro más grande de su vida: los libros.
Y empezó a crecer desde adentro. Fue un solitario, valiente e ingenioso sobreviviente con Crusoe; pirata heroico y galante con Sandokán de la mano de Salgari y Verne lo lanzó a las profecías realistas y fantásticas de sus obras. Y muchas veces le ganó Salgar, De Foe, Verne y tantos otros a la rutina gris . Se abrió su mundo en mil dimensiones diferentes.
Fue chispa errática prendiendo tan pronto en el temblor del sentimiento de Juana, en el castizo deslizarse del verbo de Jiménez, o asceta voluntario en el conflictuado y hosco mundo de Quiroga. Se entibiaron sus inviernos, sus chicharras y sus soles ya no se apagaron. Y fue como un sueño real por fin.
Pero con luz.